Por: Ileana Hidalgo Rioja
La corrupción es un fenómeno multicausal arraigado en distintas esferas de la dinámica social, que van desde las instituciones políticas y sus representantes, hasta en la población como una práctica cotidiana, lo que obstaculiza y desvirtúa el desarrollo democrático del funcionamiento del Estado, generando un ambiente de desigualdad, injusticia e impunidad. Como bien ha apuntado Mauricio Merino, la corrupción es una de las causas de la ineficacia gubernativa y del desencanto democrático, pero también, es una secuela de la apropiación ilegítima de lo público que se manifiesta a través de los sistemas de captura de puestos, supuestos y presupuestos que han prevalecido.
Es así, que la corrupción se presume como un asunto sistémico – cultural que no surge de manera espontánea, sino a través de una decisión y conducta propia de los sujetos para anteponer intereses personales o monetarios, ocasionando, de manera sucesiva e interminable, que este fenómeno se afiance con el tiempo, ya que los individuos sistematizan y reproducen de forma organizada estas pautas de comportamiento.
En el caso de México, la corrupción se percibe como uno de los asuntos más apremiantes a resolver en la agenda pública gubernamental, ocupamos un puesto alarmante en las mediciones a nivel internacional, de acuerdo con datos del Índice de Percepción de la Corrupción realizado por Transparencia Internacional, el país ocupa el puesto 124 de los 180 países evaluados en 2021.
Cifras que nos permiten visualizar las áreas de oportunidad que las instituciones del Estado mexicano deben trabajar con el fin de fortalecer las capacidades institucionales para combatir la corrupción.
El acceso a la información, la rendición de cuentas y la transparencia se convierten en un bastión fundamental en la lucha contra este fenómeno, sus características transversales, estructurales y engranadas permiten la construcción de sistemas articulados de control y prevención de actos de corrupción. Además, su visión compleja permite concebir como sus orígenes y riesgos interactúan sobre las bases en la cual se desenvuelve este fenómeno, coadyuvando en realizar un diagnostico asertivo, orientado hacia la consecución de estrategias y políticas públicas que permitían disuadir la corrupción y ponerla en evidencia, generando así, mayores y mejores espacios para la ciudadanización del poder y la construcción de una democracia más participativa.
No podemos soslayar que para abatir la corrupción es necesario en buena medida, una coloración propositiva, interdisciplinaria y multisectorial de actores políticos, servidores públicos y sociedad en su conjunto, quienes tienen la tarea de conducir al país a través de estrategias cada vez más innovadoras e ingeniosas que se enmarquen con disposiciones viables y congruentes. Las tácticas deben ser parte de un gran esfuerzo conjunto que legitimen la actuación del Estado y permitan que la gobernabilidad se incremente.
La corrupción no es una manifestación ajena a nuestras vidas, tenemos la oportunidad de dejar de verla como algo insuperable y dar un viraje de cambio de paradigma hacia una nueva forma de gobernanza basada en la rendición de cuentas.